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lunes, 29 de mayo de 2017

Androcles y el león



Hace unos dos mil años, en la Antigua Roma, vivía un esclavo llamado Androcles. Su destino, como el de la mayoría de los esclavos, era luchar en el Coliseo a vida o muerte contra los leones.

El temido momento había llegado y esperaba su turno encerrado en una mazmorra de la que era imposible fugarse. Cuando parecía que ya no había más remedio que aceptar que era el fin, la suerte quiso que un soldado guardián se despistara y dejara abierto el cerrojo de la celda. Androcles vio la oportunidad de escaparse…¡Y se escapó!

Aprovechó la noche para salir corriendo hacia el bosque, sin un lugar fijo a dónde dirigirse. Durante horas, protegido por la oscuridad, el pobre muchacho vagó de un lado a otro y se alimentó de las poquitas cosas comestibles que halló por el camino.

Casi amanecía cuando, de repente, vio un león que casi no podía moverse y gemía como un gatito. Aunque era grande y lucía una frondosa melena, no parecía un animal agresivo. Androcles se acercó a él manteniendo una distancia de seguridad y le preguntó por qué se quejaba.

– ¿Qué te sucede, amigo león? Es la primera vez que veo a una fiera como tú llorar amargamente.

– ¡Me encuentro muy mal! He pisado una espina grande y afilada que se me ha clavado en la pata. La herida sangra sin parar ¡Por favor, ayúdame, te lo suplico!

– Tranquilo, veré lo que puedo hacer.

Androcles se enterneció al ver al pobre león sufriendo. Si no le ayudaba, moriría desangrado. Se acercó venciendo el miedo y observó la pata con detenimiento. La verdad es que la herida tenía una pinta muy fea y debía actuar con rapidez.

Arrancó un trozo de tela de su manga y se acercó a un pequeño manantial que brotaba a escasos metros. Mojó el tejido y regresó junto al león para limpiarle bien la herida de tierra y sangre. Después, buscó la espina y, con mucho cuidado, la extrajo con habilidad. Para calmar el dolor y bajar la inflamación, utilizó como apósito sobre la zona lesionada unas hojas verdes mezcladas con barro ¡Era un viejo remedio que no solía fallar!

Al cabo de un rato, el león se sintió muchísimo mejor.

– ¡No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí! ¡Me has salvado la vida!

– Bueno… ¡Es lo menos que podía hacer! Nadie se merece sufrir.

– Por favor, acompáñame a mi cueva. Allí tengo carne de sobra para los dos y me encantaría compartirla contigo.

– ¡Gracias! En las últimas horas sólo he comido unas avellanas y estoy muerto de hambre.

El joven y el león se fueron juntos y disfrutaron de una apetitosa comida. Después, pasaron un rato estupendo hablando de sus vidas, muy diferentes pero parecidas en algunas cosas, hasta que llegó el momento en que Androcles tuvo que despedirse. Quería alejarse de la ciudad de Roma y buscar un lugar más seguro donde vivir.

Le dio un fuerte abrazo a su nuevo amigo y tomó un camino de adoquines que sabía que le llevaría a la costa ¡Quizá allí podría coger un barco rumbo a nuevas tierras!

Desgraciadamente, los soldados romanos le encontraron antes de llegar a ver el mar y le apresaron para que el emperador decidiera qué hacer con él. La única esperanza que le quedaba de ser libre se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente.

El bueno de Androcles fue condenado nuevamente a enfrentarse en la arena con un león. Cuando llegó el fatídico día, esperó angustiado en su celda, pues sabía que ante una fiera, tenía todas las de perder. Desde allí escuchaba el tumulto de la gente sentada en las gradas. Un soldado fornido y con cara de pocos amigos le sacó a empujones y le condujo por un pasadizo húmedo y oscuro hasta que salió a la arena. Cegado por el sol, se colocó en el centro como le habían indicado.

Por una de las puertas del Coliseo, vio aparecer un enorme felino que rugía enseñando los colmillos, se aproximaba a él sin quitarle ojo y estudiaba cada mínimo movimiento que hacía. Androcles sintió que todo el cuerpo le temblaba como una torre de naipes ¡Era imposible vencer a ese animal! Pero a medida que se fue acercando, el león dejó de rugir y de su cara salió una sonrisa. Cuando estuvieron frente a frente, el león se lanzó a sus brazos y comenzó a lamerle con cariño y a gritar su nombre.

– ¡Androcles, eres tú! ¡Qué alegría verte! ¡Mi querido Androcles!

– ¡Oh, amigo! ¡A ti también te han capturado! ¡Cuánto lo siento!…

– ¡No te preocupes, yo jamás te haría daño! Soy incapaz de verte como un enemigo, por mucho que quiera todo este gentío que nos rodea.

– ¡Ni yo a ti! ¡Sabes que te quiero muchísimo!

Androcles y el león seguían abrazados ante las miles de personas que asistían como público y que se habían quedado en absoluto silencio. El emperador, desde la tribuna, estaba pasmado y no daba crédito a lo que veía ¡Un león y un humano comportándose como dos íntimos amigos! Eso era algo realmente emocionante y debía ser premiado. Se levantó de su asiento y alzando la voz, gritó a todos los presentes:

– Por muchos espectáculos que veamos en este anfiteatro, jamás nada podrá compararse a lo que tenemos ante nuestros ojos. El amor que hay entre este esclavo y este león, me conmueve profundamente.

La voz del emperador retumbaba en todo el Coliseo. Tomó aire y continuó.

– ¡Como máximo mandatario del Imperio Romano, ordeno que ambos sean puestos en libertad para siempre!

Miles de hombres y mujeres se pusieron en pie y comenzaron a aplaudir efusivamente. Androcles y el león comenzaron a llorar emocionados y abandonaron el Coliseo camino de su libertad.

A partir de ese día, el león regresó a una zona segura del bosque junto a sus congéneres y Androcles se fue a vivir a una modesta casita donde formó una familia y fue muy feliz. El tiempo no les distanció: siguieron viéndose a menudo y su amistad duró eternamente.

Moraleja: Los buenos actos siempre son recompensados y los amigos, sin son de verdad, lo son para siempre, sean cuales sean las circunstancias.



jueves, 25 de mayo de 2017

La fábula del dinero



Érase una vez un hombre muy sabio que, al llegar a la vejez, acumulaba más riquezas de las que te puedas imaginar. Había trabajado mucho, muchísimo durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido la pena porque ahora llevaba una existencia placentera y feliz.

El anciano era consciente de sus orígenes humildes y jamás se avergonzaba de ellos. De vez en cuando, se sentaba en un mullido sillón de piel, cerraba los ojos, y recordaba emocionado los tiempos en que era un joven obrero que trabajaba de sol a sol para escapar de la pobreza y cambiar su destino ¡Quién le iba a decir por aquel entonces que se convertiría en un respetado hombre de negocios y que viviría rodeado de lujos!

Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y disfrutar de todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo. Ya no madrugaba para salir corriendo a trabajar ni se pasaba las horas tomando decisiones importantes, sino que se levantaba tarde, leía un buen rato y daba largos paseos por los jardines de su estupenda y confortable mansión.

Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas para todo el mundo. Todas las semanas, invitaba a unos cuantos amigos y eso le hacía muy feliz. Como hombre generoso que era, les ofrecía los mejores vinos de su bodega y unos banquetes que ni en la casa de un rey eran tan exquisitos.

¡Pero eso no es todo! Al finalizar los postres, les agasajaba con regalos que le habían costado una fortuna: pañuelos de la más delicada seda, cajas de plata con incrustaciones de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana traídos de la China…El hombre disfrutaba compartiendo su riqueza con los demás y nunca escatimaba en gastos.

Pero sucedió que un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para decirle claramente lo que pensaba. Mientras tomaban una taza de té, le confesó:

– Sabes que siempre has sido mi mejor amigo y quiero comentarte algo que considero importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.

El anciano, le respondió:

– Tú también eres el mejor amigo que he tenido en mi vida. Dime lo que te parezca, te escucho.

Su amigo le miró a los ojos.

– Yo te quiero mucho y agradezco todos esos regalos que nos haces a todos cada vez que venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.

El anciano se sorprendió.

– ¿Preocupado? ¿Preocupado por mí? ¿A qué te refieres?

– Verás… Llevo años viendo cómo derrochas dinero sin medida y creo que te estás equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se acaba. Recuerda que tienes tres hijos, y que si te gastas todo en banquetes y regalos, a ellos no les quedará nada.

El viejo, que sabía mucho de la vida, le dedicó una sonrisa y pausadamente le dijo:

– Querido amigo, gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en realidad, lo hago por hacer un favor a mis hijos.

El amigo se quedó de piedra ¡No entendía qué quería decir con eso!

– ¿Un favor? ¿A tus hijos?…

– Sí, amigo, un favor. Desde que nacieron, mis tres hijos han recibido la mejor educación posible. Mientras estuvieron a mi cargo, les ayudé a formarse como personas, estudiaron en las escuelas más prestigiosas del país y les inculqué el valor del trabajo. Creo que les di todo lo que necesitan para salir adelante y labrarse su propio futuro, ahora que son adultos.

El anciano dio un sorbo al té todavía humeante, y continuó:

– Si yo les dejara en herencia toda mi riqueza, ya no se esforzarían ni tendrían ilusión por trabajar. Estoy convencido de que la malgastarían en caprichos ¡y yo no quiero eso! Mi deseo es que consigan las cosas por sí mismos y valoren lo mucho que cuesta ganar el dinero. No, no quiero que se conviertan en unos vagos y destrocen sus vidas.

El amigo meditó sobre esta explicación y entendió que el anciano había tomado una decisión muy sensata.

– Sabias palabras… Ahora lo entiendo. Algún día, tus hijos te lo agradecerán.

El anciano le guiñó un ojo y dio un último sorbo al té. Después de esa conversación, su vida siguió siendo la misma, nada cambió. Continuó gastándose el dinero a manos llenas pero, tal y como había asegurado aquella tarde, sus hijos no heredaron ni una sola moneda.

Moraleja: Esfuérzate cada día por aprender y trabaja con empeño e ilusión por cumplir tus sueños. Una de las mayores satisfacciones de la vida es conseguir las cosas por uno mismo y disfrutar la recompensa del trabajo bien hecho.



lunes, 22 de mayo de 2017

La niña y el acróbata



Hace muchos años vivía en la India una niña huérfana de padre y madre. Era una chiquilla preciosa, de carita redonda y ojos almendrados del color de la miel. Sus dientes parecían copos de nieve y tenía el cabello ondulado y negro como el azabache. Además de bonita, era bondadosa y muy sensata para sus cinco años de edad.

Desde que tenía uso de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando con encontrar una familia. Pensaba que nunca llegaría ese momento, pero un día, pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.

¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue con su nuevo padre a vivir una vida muy diferente lejos de allí. El buen hombre la acogió con cariño y la trató como a una verdadera hija.

Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de aquí para allá recorriendo el país porque se ganaban la vida representando un fantástico número de circo. Siempre juntos y de la mano, caminaban varios kilómetros diarios. Cuando llegaban a una ciudad, se situaban en el centro de la plaza principal y hacían lo siguiente: el hombre colocaba un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las manos, y la pequeña trepaba y trepaba hasta la punta del palo. Una vez arriba, saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.

A su alrededor siempre se arremolinaban un montón de personas que se quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una estatua de cera, que sostenía a una niña en lo alto de una vara sin perder el equilibrio ¡Más de uno se tapaba los ojos y giraba la cabeza de la impresión que le causaba!

Sí, el espectáculo era genial ¡pero también muy arriesgado! : un solo fallo y la niña podría caerse sin remedio desde tres metros sobre el suelo. Al terminar, todos los presentes aplaudían entusiasmados y respiraban tranquilos al ver que pisaba tierra firme, sana y salva.

Casi nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. En cuanto se quedaban a solas, contaban las ganancias, compraban comida y, después de una siesta, recogían los petates y tomaban el camino a la siguiente población.

A pesar de que ya tenían mucha práctica y se sabían el número al dedillo, el acróbata siempre se sentía intranquilo por si uno de los dos cometía un error y la actuación acababa en tragedia. Un día, le dijo a la niña:

– He pensado que para evitar un accidente, lo mejor es que cuando hagamos el número, tú estés pendiente de mí y yo de ti ¿Qué te parece? ¡Me da miedo que te caigas del palo y te hagas daño! Si tú vigilas lo que yo hago y yo te vigilo a ti, será mucho mejor.

La niña reflexionó sobre estas palabras y mirándole con ternura, le respondió:

– No, padre, eso no es así. Yo me ocuparé de mí misma y tú de ti mismo, pues la única forma de evitar una catástrofe, es que cada uno esté pendiente de lo suyo. Tú procura hacer bien tu trabajo, que yo haré bien el mío.

El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy afortunado por tener una hija tan prudente y capaz de asumir sus responsabilidades!

Y así fue cómo, durante muchos años, continuaron alegrando la vida a la gente con sus acrobacias. Como era de esperar, jamás ocurrió ningún percance.

Moraleja: En la vida es genial contar con los demás, pero antes de nada, tenemos que aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras tareas. Si te esfuerzas cada día por mejorar, por vencer tus propios miedos y por hacer bien las cosas, llegarás lejos y te sentirás orgulloso de tus logros.



jueves, 18 de mayo de 2017

El león enfermo y los zorros



En la sabana africana nadie dudaba de que, el majestuoso león, era el rey de los animales. Todas las especies le obedecían y se aseguraban de no faltarle nunca al respeto, pues si se enfadaba, las consecuencias podían ser terribles.

Un día, el rey león cayó enfermo y fue atendido por su médico de confianza: un búho sabiondo que siempre encontraba la terapia o el ungüento adecuado para cada mal. Después de tomarle la temperatura y la tensión, decidió que lo que necesitaba el paciente era hacer reposo durante al menos cuatro semanas. El león obedeció sin rechistar, pues la sapiencia del búho era infinita y si él lo recomendaba, lo más acertado era acatar la orden para recuperarse lo antes posible.

El problema fue que el león se aburría soberanamente. Debía permanecer encerrado en su cueva todo el día, sin nada que hacer, sin poder pasear y sin compañía alguna, pues no tenía pareja ni hijos. Para entretenerse un poco, se le ocurrió una idea. Llamó a su hermano, que era su mano derecha en todos los asuntos reales, y le dijo:

– Hermano, quiero que hagas saber a todos mis súbditos, que cada tarde recibiré a un animal de cada especie para charlar y pasar un rato agradable.

– Me parece una decisión estupenda ¡Necesitas un poco de alegría y buena conversación!

– Sí… ¡Es que me aburro como una ostra! Escucha: es muy importante que dejes claro que todo el que venga será respetado. Diles que no teman, que no les atacaré ¿De acuerdo?

– Descuida y confía en mí.

En cuestión de horas, todos los animales del territorio sabían que el rey les invitaba a su cueva. Como era de esperar, la mayoría de ellos sintieron que era un honor ser sus convidados por un día.

Se organizaron por turnos y un representante de cada especie acudió a visitar al león; la primera fue una cebra, y a continuación un ñu, un puma, una gacela, un oso hormiguero, una hiena, un hipopótamo… ¡Nadie quería perderse una oportunidad tan especial!

A los zorros les tocaba el último día y todavía no tenían muy claro quién iba a ser el afortunado en acudir como representante de los demás. Se reunieron para pactar entre todos la mejor opción, pero cuando estaban en ello, un joven y espabilado zorrito apareció gritando:

– ¡Un momento, escuchadme todos! ¡No os precipitéis! Llevo unos días husmeando junto a la cueva del león y he descubierto que el camino que lleva a la entrada está lleno de huellas de diferentes animales.

Sus compañeros zorros se miraron estupefactos. El jefe del clan, le replicó:

– El rey ha estado recibiendo a animales de todas las especies ¡Lo lógico es que el sendero de tierra esté cubierto de pisadas de patas!

El zorrito, sofocado, explicó:

– ¡Ese no es el dilema! Lo que me preocupa es que todas las huellas van en dirección a la entrada, pero no hay ninguna en dirección opuesta ¡Eso significa que quien entró, nunca salió! ¿Me entendéis? Sé que el león prometió no atacar a nadie, pero su palabra de rey no sirve ¡Al fin y al cabo, es un león y se alimenta de otros animales!

Gracias al zorrito observador, los zorros se dieron cuenta del peligro y decidieron cancelar la visita para no jugarse la vida. Hicieron bien, pues aunque quizá el león les había invitado con buenas intenciones, estaba claro que al final no había podido reprimir su instinto salvaje, propio de un felino.

Los zorros, muy solidarios, fueron a avisar al resto de especies y todos entendieron la situación. El león tuvo que pasar el resto de su convalecencia solo y los animales jamás volvieron a acercarse a su real cueva.

Moraleja: 
Esta fábula nos enseña que no debemos de fiarnos de personas que prometen cosas que quizá, no pueden cumplir.



lunes, 15 de mayo de 2017

El ratón listo y el águila avariciosa



Muy lejos de aquí, en lo alto de una escarpada montaña de la cordillera de los Andes, vivía un águila que se pasaba el día oteando el horizonte en busca de alguna presa.

Una aburrida mañana, con sus potentes ojos oscuros, distinguió un ratón que correteaba nervioso sobre la tierra seca. Batió fuertemente las alas, emprendió el vuelo y se plantó junto a él antes de que el animalillo pudiera reaccionar.

– ¡Hola, ratón! ¿Puedo saber qué estás haciendo? ¡No paras de moverte de aquí para allá!

El roedor se asustó muchísimo al ver el gigantesco cuerpo del águila frente a él, pero simuló estar tranquilo para aparentar que no sentía ni pizca de miedo.

– No hago nada malo. Solo estoy buscando comida para mis hijitos.

En realidad al águila le importaba muy poco la vida del ratón. El saludo no fue por educación ni por interés personal, sino para ganarse su confianza y poder atraparlo con facilidad ¡Hacía calor y no tenía ganas de hacer demasiados esfuerzos!

Como ya lo tenía a su alcance, le dijo sin rodeos:

– Pues lo siento por ti, pero tengo mucha hambre y voy a comerte ahora mismo.

El ratoncito sintió que un desagradable calambre recorría su cuerpo. Tenía que escapar como fuera, pero sus posibilidades eran mínimas porque el águila era mucho más grande y fuerte que él. Solo le quedaba un recurso para intentar salvar su vida: el ingenio.

Armándose de valor, sacó pecho y levantó la voz.

– ¡Escúchame con atención, te propongo un trato! Tú no me comes pero a cambio te doy a mis ocho hijos.

El águila se quedó pensativa unos segundos ¡La oferta parecía bastante ventajosa para ella!

– ¿A tus hijos?… ¿Y dices que son ocho?

– ¡Sí, ocho son! Yo que tú no me lo pensaba demasiado, porque claramente sales ganando ¿No te parece?

Al águila le pudo la gula y sobre todo, la codicia.

– Está bien… ¡Acepto, acepto! ¡Llévame hasta tus crías inmediatamente! Además, hace horas que no pruebo bocado y si no como algo, voy a desmayarme.

El ratón, sudando a chorros pero tratando de conservar la calma, comenzó a caminar seguido por el águila, que iba pisándole los talones y no le quitaba ojo. Al llegar a una cuevita del tamaño de un puño, le dijo:

– Eres demasiado grande para entrar en mi casa. Aguarda aquí afuera, que ahora mismo te traigo a mis pequeños.

– De acuerdo, pero más te vale que no tardes.

El ratón metió la cabeza en el oscuro agujero y desapareció bajo tierra. Pasaron unos minutos y el águila empezó a inquietarse porque el ratón no regresaba.

– ¡Vamos, maldito roedor! ¡Date prisa, que no tengo todo el día!

El águila permaneció quieta frente a la topera casi una hora y harta de esperar, comprendió que el ratón se había burlado de ella. Acercó el ojo al orificio y gracias a su buena vista distinguió un profundo túnel que se comunicaba con un montón de galerías kilométricas, cada una en una dirección.

– ¡Este ratón ha huido con sus crías por uno de los pasadizos! ¡Se ha burlado de mí!

Enfadada consigo misma y avergonzada por no haber sido más lista, se lamentó:

– ¡Eso me pasa por avariciosa! ¡Tenía que haberme comido al ratón!

Así fue cómo el astuto ratoncito logró salvar su vida y llevarse bien lejos a su querida familia, mientras que el águila tuvo que regresar a la cima de la montaña con el estómago vacío.

Moraleja: Esta fabulilla nos enseña que a veces el ansia por tener más de lo que necesitamos hace que al final nos quedemos sin nada. Recuerda siempre lo que dice el viejo refrán: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”



sábado, 13 de mayo de 2017

La sospecha



Hace muchísimos años, en China, un leñador perdió su hacha. Cuando se dio cuenta, se llevó las manos a la cabeza y se puso a gritar:

– ¡Oh, no, no puede ser! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Qué mala suerte!
Regresó a casa lamentándose y con lágrimas en los ojos. Justo cuando iba a atravesar la verja de su jardín, se cruzó con su vecino de toda la vida, un hombre muy simpático que vivía en la casita de al lado y que como siempre que se encontraban, le saludó cordialmente y con una sonrisa en los labios.

– ¡Buenos días! Hace tiempo que no te veo ¿Cómo te va la vida?

– Bueno, no demasiado bien. He perdido mi hacha y no tengo dinero para comprar otra ¡Imagínate qué fastidio!

– ¡Vaya, cuánto lo siento! Sé lo importante que era para ti y para tu trabajo. Espero de corazón que la encuentres pronto, amigo mío.

El vecino se despidió y se acercó a la puerta de su hogar. Su esposa, como cada tarde, salió a recibirle con un cariñoso abrazo. El leñador estaba observando esta escena tan romántica cuando de repente, una idea empezó a revolotear por su cabeza con tanta fuerza, que hasta empezó a hablar en alto consigo mismo:

– ¿Habrá sido él quien me robó el hacha?… Me pareció que hoy tenía una mirada extraña, como la de los ladrones cuando quieren ocultar algo. Pensándolo bien, también su forma de hablar era distinta y parecía más nervioso que de costumbre.

El leñador, dándole vueltas al asunto, comenzó a andar por los alrededores de su casa sin darse cuenta de que se adentraba de nuevo en el bosque. Iba tan ensimismado que no era consciente de hacia dónde le llevaban sus pies. La sombra de la sospecha era cada vez mayor porque todo parecía encajar.

– Yo diría que hasta le temblaban las manos y las escondía en los bolsillos para que yo no lo notara. Sí, algo me dice que mi vecino es culpable de algo… ¡Creo que fue él quien me robó el hacha!

Su corazón palpitaba a mil por hora, el enfado empezaba a reconcomerle por dentro y sentía que tenía que vengarse de alguna manera ¡Ese tipo era un ladrón y debía pagar por ello!

Mientras estos oscuros pensamientos invadían su cerebro, algo sucedió: tropezó con un objeto duro que se interpuso en su camino, perdió el equilibrio y se cayó de bruces.

– ¡Aaaay! ¡Aaaay! ¡Menudo tortazo! ¡Maldita piedra!

Muy dolorido y con unos cuantos moratones se incorporó a duras penas. Miró al suelo y se dio cuenta de que no era una piedra, sino un palo de madera que sobresalía entre la hierba.

– ¿Pero qué es esto?… ¡Oh, no puede ser, qué buena suerte! ¡Es mi hacha!… ¡He tropezado con mi hacha!

Todavía medio aturdido empezó a atar cabos y a sentir vergüenza de sí mismo.

– ¡Vaya, qué malpensado soy! ¡Mi vecino es inocente! Ayer pasé por aquí cargado de leña y debió caerse del carrito en un descuido.

Se levantó, cogió la herramienta y se fue de allí reflexionando. Comprendió que había sido un error desconfiar de su amable vecino y culparle, sin ningún tipo de pruebas, de ser un ladrón. Su actitud había sido muy injusta y se prometió a sí mismo que jamás volvería a juzgar a nadie con tanta ligereza.

Moraleja: Esta pequeña fábula nos enseña que a veces la desconfianza nos hace sospechar sin motivo de otras personas y ver cosas negativas donde no las hay. Antes de acusar a alguien de algo, hay que estar completamente seguro.



jueves, 11 de mayo de 2017

Las dos culebras



Había una vez dos culebras que vivían tranquilas y felices en las aguas estancadas de un pantano. En este lugar tenían todo lo que necesitaban: insectos y pequeños peces para comer, sitio de sobra para moverse y humedad suficiente para mantener brillantes y en buenas condiciones sus escamas.

Todo era perfecto, pero sucedió que llegó una estación más calurosa de lo normal y el pantano comenzó a secarse. Las dos culebras intentaron permanecer allí a pesar de que cada día la tierra se resquebrajaba y se iba agotando el agua para beber. Les producía mucha tristeza comprobar que su enorme y querido pantano de aguas calentitas se estaba convirtiendo en una mísera charca, pero era el único hogar que conocían y no querían abandonarlo.

Esperaron y esperaron las deseadas lluvias, pero éstas no llegaron. Con mucho dolor de corazón, tuvieron que tomar la dura decisión de buscar otro lugar para vivir.

Una de ellas, la culebra de manchas oscuras, le dijo a la culebra de manchas claras:

– Aquí solo ya solo quedan piedras y barro. Creo, amiga mía, que debemos irnos ya o moriremos deshidratadas.

– Tienes toda la razón, vayámonos ahora mismo. Tú ve delante, hacia el norte, que yo te sigo.

Entonces, la culebra de manchas oscuras, que era muy inteligente y cautelosa, le advirtió:

– ¡No, eso es peligroso!

Su compañera dio un respingo.

– ¿Peligroso? ¿Por qué lo dices?

La sabia culebra se lo explicó de manera muy sencilla:

– Si vamos en fila india los humanos nos verán y nos cazarán sin compasión ¡Tenemos que demostrar que somos más listas que ellos!

– ¿Más listas que los humanos? ¡Eso es imposible!

– Bueno, eso ya lo veremos. Escúchame atentamente: tú te subirás sobre mi lomo pero con el cuerpo al revés y así yo meteré mi cola en tu boca y tú tu cola en la mía. En vez de dos serpientes pareceremos un ser extraño, y como los seres humanos siempre tienen miedo a lo desconocido, no nos harán nada.

– ¡Buena idea, intentémoslo!

La culebra de manchas claras se encaramó sobre la culebra de manchas oscuras y cada una sujetó con la boca la cola de la otra. Unidas de esa forma tan rara, comenzaron a reptar. Al moverse sus cuerpos se bamboleaban cada uno para un lado formando una especie de ocho que se desplazaba sobre la hierba.

Como habían sospechado, en el camino se cruzaron con varios campesinos y cazadores, pero todos, al ver a un animal tan enigmático, tan misterioso, echaron a correr muertos de miedo, pensando que se trataba de un demonio o un ser de otro planeta.

El inteligente plan funcionó, y al cabo de varias horas, las culebras consiguieron su objetivo: muy agarraditas, sin soltarse ni un solo momento, llegaron a tierras lluviosas y fértiles donde había agua y comida en abundancia. Contentísimas, continuaron tranquilas con su vida en este nuevo y acogedor lugar.

Moraleja: Si alguna te surge un problema, lo mejor que puedes hacer es analizar todas las ventajas e inconvenientes de la situación. Si piensas las cosas con tranquilidad y sabiduría, seguro que encontrarás una buena solución.



lunes, 8 de mayo de 2017

Los dos escarabajos



Había una vez dos escarabajos que vivían en una isla y eran muy amigos. El problema era que la isla era demasiado pequeña y les resultaba muy difícil encontrar comida. El único alimento que podían llevarse al a boca eran los excrementos de un toro que solía pastar cerca de su hogar, pero aun así no era suficiente y siempre se quedaban con hambre.

Una mañana, uno de los escarabajos tuvo una gran idea.

– Amigo mío, no podemos seguir en esta situación. Me estoy planteando seriamente abandonar la isla para ir a tierra firme en busca de comida.

– ¡Uy, eso es muy arriesgado! Tendrás que volar sobre el mar y podrías morir en el intento ¿Crees que merece la pena que pongas en juego tu vida?

– Sí, será un viaje complicado pero debo intentarlo. Tú te quedarás aquí y podrás comerte todos los excrementos del toro mientras yo investigo la zona ¡Te prometo que si encuentro mucha comida volveré cargado para que tú también te des un buen festín!

– Está bien, pero ten mucho cuidado y no tardes en regresar ¡Te esperaré impaciente!

Se dieron un abrazo y el valiente escarabajo emprendió el vuelo. Aunque sus dobles alas eran muy pequeñas tuvo la suerte de tener el viento a favor y tardó menos de lo previsto en llegar al continente.

En cuanto puso las patitas en tierra se sintió en el paraíso. Había decenas de toros pastando bajo el sol y por tanto, cientos de boñigas, grandes, frescas y de lo más apetecibles por todas partes.

– ¡Caray, cuánta comida! ¡Con todo esto se podría alimentar a un regimiento!

Empezó a zampar como si no hubiera un mañana y cuando estaba a punto de reventar, se dejó caer sobre la hierba fresca con la panza hacia arriba.

– ¡Este sitio es maravilloso! Es mucho más grande que el islote y hay comida para hartarse ¡Yo no me voy de aquí ni de broma!

Recorrió la zona y eligió un lugar seguro para construir su nueva casita. Estaba entusiasmado y absolutamente feliz de poder disfrutar de la nueva y fantástica oportunidad que le ofrecía la vida. Tan bien se sentía que ni se acordó de que su buen amigo le esperaba en el islote.

Durante mucho tiempo gozó de largas siestas en el campo, del olor de las flores y de tremendas comilonas a base de boñigas. Fueron transcurriendo los días, las semanas, los meses, y llegó el aburrido invierno. El frío y la lluvia le produjeron una gran nostalgia y de repente, se acordó de su viejo amigo.

– ¿Qué estará haciendo? Hace tanto que no le veo… ¡Creo va siendo hora de que le haga una visita!

Eran los primeros días de la primavera cuando el escarabajo emprendió el regreso. Tras varias horas surcando el aire casi a ras de mar, aterrizó en la isla y se fue en busca de su compañero de fatigas. Enseguida lo encontró, bastante más flaco de lo normal, rastreando el terreno en busca de algo para almorzar.

– ¡Hola amigo mío, ya estoy de vuelta!

Al escuchar una voz que le resultó familiar, el escarabajo de la isla se giró y puso cara de asombro ¡Su amigo parecía un buda de lo gordo y saludable que estaba!

Lo primero que pensó es que sin duda las cosas le habían ido de maravilla y por supuesto se alegró por él, pero en lo más hondo de su corazón estaba muy dolido y le habló con voz apesadumbrada.

– ¡Vaya, por fin has regresado! Veo que tu viaje ha sido un éxito pero…

– ¿Pero qué?

– Pues que acordamos en que yo me quedaría aquí aguardando a que tú trajeras comida para los dos y llevo medio año solito esperándote como un tonto ¡Has preferido quedarte en tierras lejanas viviendo como un rey a mi amistad!

El escarabajo viajero se había comportado mal y había faltado a su palabra. Para justificarse dijo lo primero que se le ocurrió:

– ¡La culpa no es mía! Allí había mucha comida y toda buenísima, pero no tenía manera de traértela ¿Cómo podría venir yo tan cargado?

El escarabajo de la isla se puso aún más triste porque se dio cuenta de que su amigo no era un amigo de verdad.

– Es cierto que volar con un montón de alimentos a la espalda es complicado, pero al menos podías haberme traído un poco para probar. Además, si fueras un buen amigo, no habrías tardado tantos meses en volver a mi lado. Claramente ¡me dejaste tirado!

Y sin decir nada más, se alejó dejando sin palabras a su orondo compañero.

La historia no nos cuenta si el escarabajo viajero regresó al continente y tampoco si el otro escarabajo se animó a cruzar el mar en busca de una vida mejor. Lo que sí es seguro es que a partir de ese día su amistad se rompió, cada uno se fue por su lado y nunca más volvieron a encontrarse.

Moraleja: Un buen amigo te apoyará en los buenos y en los malos momentos. Si en una época difícil para ti no te ofrece su compañía y su cariño, quizá no sea un amigo de verdad.



viernes, 5 de mayo de 2017

El cuervo y la jarra



Un caluroso día de verano, de esos en los que el sol abrasa y obliga a todos los animales a resguardarse a la sombra de sus cuevas y madrigueras, un cuervo negro como el carbón empezó a sentirse muy cansado y muerto de sed.

El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua por ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse del bosque y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar un lugar donde beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía que intentarlo porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.

No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.
– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua fresca!
Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera un catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.
Su cara se iluminó de alegría.
– ¡Agua, es agua! ¡Estoy salvado!
Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un chasco de campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!
– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de garza!
Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos y se le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que la tierra la absorbiera.
Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera un toro embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de bruces con la realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza suficiente para tumbar un objeto tan pesado.
– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré de sed!
Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si al menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo porque sus dedos curvados eran demasiado grandes.
– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta estúpida vasija!
A esas alturas ya estaba muy alterado. La angustia que sentía no le dejaba pensar con claridad, pero de ninguna manera se desanimó. En vez de tirar la toalla, decidió parar un momento y sentarse a reflexionar hasta hallar la respuesta a la gran pregunta:
– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo hacer?
Trató de relajarse, respiró hondo, se concentró, y de repente su mente se aclaró ¡Había encontrado la solución al problema!
– ¡Sí, ya lo tengo! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!
Empezó a recoger piedras pequeñas y a meterlas una a una en la jarra. Diez, veinte, cincuenta, sesenta, noventa… Con paciencia y tesón trabajó bajo el tórrido sol hasta que casi cien piedras fueron ocupando el espacio interior y cubriendo el fondo. Con ello consiguió lo que tanto anhelaba: que el agua subiera y subiera hasta llegar al agujero.
– ¡Viva, viva, al fin lo conseguí! ¡Agüita fresca para beber!
Para el cuervo fue un momento de felicidad absoluta. Gracias a su capacidad de razonamiento y a su perseverancia consiguió superar las dificultades y logró beber para salvar su vida.


Moraleja: 
Al igual que el cuervo de esta pequeña fábula, si alguna vez te encuentras con un problema lo mejor que puedes hacer es tranquilizarte y tratar de buscar de forma serena una solución.
La calma, la lógica y el ingenio son fundamentales para salir de situaciones difíciles y aunque te parezca mentira, cuando uno está en aprietos, a menudo surgen las ideas más ocurrentes.



miércoles, 3 de mayo de 2017

Los dos perros del cazador



Érase una vez un hombre que vivía en una casa de campo y tenía dos perros buenos y fieles. Cada uno cumplía una función muy diferente. Uno de ellos, negro y de cuello largo, era quien acompañaba al dueño cuando se iba de caza, mientras que el otro, algo más pequeño y de color canela, se ocupaba de vigilar la vivienda para que no entrara ningún ladrón.

Al perro cazador le gustaba salir de cacería pero siempre acababa agotado y con el cuerpo lleno de agujetas. Su misión era ir unos metros por delante de su amo oteando el horizonte y olfateándolo todo por si percibía algún movimiento extraño detrás de los arbustos. Cuando notaba que en ellos se ocultaba algún animal despistado como un conejo o una perdiz, daba la señal de alerta con un ladrido y salía corriendo para intentar capturarlo.

No, no era un trabajo fácil. A veces se pasaba horas y horas sudando la gota gorda para nada, pues al llegar la noche no había conseguido atrapar ni una mosca.

En otras ocasiones, por el contrario, pensaba que el esfuerzo había merecido la pena porque regresaban a casa con tres o cuatro magníficas piezas ¡Qué orgulloso se sentía cuando su amo le felicitaba con unas palmaditas en el lomo!

– ¡Buen chico! ¡Eres el mejor perro cazador que he visto en mi vida!

Su compañero, el perro guardián color canela, siempre salía a recibirles moviendo la cola y dando saltitos. Como buen animal de compañía que era se ponía muy zalamero con su dueño y se le tiraba al pecho para darle lengüetazos en la barbilla. Después, el hombre se dirigía a la cocina, abría la saca y les regalaba una presa.

– ¡Tomad chicos, una para cada uno que a los dos os quiero por igual y así no hay peleas!

Como es lógico al perro casero le parecía el mejor obsequio del mundo, pero al perro cazador no le hacía ni pizca de gracia ¿Te imaginas por qué? Pues porque no le parecía justo recibir el mismo regalo cuando solamente él había trabajado durante toda la jornada.

Un día se hartó y le dijo a su amigo:

– ¿Sabes qué te digo? ¡Me siento muy ofendido por lo que está pasando! Yo me paso las tardes enteras cazando mientras tú te quedas aquí tan ricamente tumbado sobre una esterilla tomando el sol.

Su amigo le contestó sin mover ni un músculo y como si la cosa no fuera con él.

– Reconozco que tu trabajo es muy duro y en cambio yo ni me canso, ni me muevo, ni me altero. Lo mío es comer y roncar ¡Una auténtica bicoca!

El perro cazador se enfureció.

– ¡¿Y a ti te parece bien?! Yo corro, salto y ladro durante horas dejándome la piel y tú venga a dormir a pierna suelta. No sólo es injusto sino que encima nuestro amo nos lo agradece por igual dándonos el mismo regalo cuando soy yo quien ha hecho todo el trabajo ¡Yo me lo merezco pero tú no!

El perro guardián meditó sobre estas palabras y le contestó con la misma parsimonia.

– Amigo, tienes toda la razón.

Al perro cazador le hervía la sangre.

– ¡Pues claro que la tengo!

El tranquilo perro guardián, hasta las narices de recriminaciones, le contestó un poco cabreado:

– ¡Sí, la tienes, pero si quieres quejarte, quéjate ante nuestro dueño, porque yo no tengo la culpa! Él fue quien en lugar de enseñarme a trabajar, me enseñó a vivir del trabajo de los demás ¡Yo solamente cumplo órdenes!

El perro cazador se quedó petrificado porque lo cierto es que su amigo había dado en el clavo: solo se aprovechaba de una situación ventajosa que le habían puesto en bandeja.

Comprendió que última palabra la tenía el amo, así que se fue a hablar con él para convencerle de que, si les quería por igual, lo razonable era repartir el trabajo de caza entre los dos.

El hombre escuchó las quejas y afortunadamente lo entendió. A partir de ese día entrenó al perro guardián para ser un hábil perdiguero y una vez que estuvo preparado, comenzaron a salir de cacería los tres juntos y a repartir el botín de manera justa y equitativa.

MORALEJA: 
En la vida debemos aprender que las cosas hay que ganarlas gracias al esfuerzo y al trabajo personal. Intenta formarte y superarte cada día en todo lo que hagas y verás cómo te sentirás orgulloso de tus logros.



lunes, 1 de mayo de 2017

La barra de hierro



Un día, hace muchos años, tres niños iban cantando y riendo camino de la escuela. Como todas las mañanas atravesaron la plaza principal de la ciudad y en vez de seguir su ruta habitual, giraron por una oscura callejuela por la que nunca habían pasado.

De repente, algo llamó su atención; en uno de los portales, sentada sobre un escalón, vieron a una viejecita de moño blanco y espalda encorvada que frotaba sin descanso una barra de hierro contra una piedra.

Los niños, perplejos, se quedaron mirando cómo trabajaba. La barra era grande, más o menos del tamaño un paraguas, y no entendían con qué objetivo la restregaba sin parar en una piedra que parecía la rueda de un molino de agua.

Cuando ya no pudieron aguantar más la curiosidad, uno de ellos preguntó a la anciana:
– Disculpe, señora ¿podemos hacerle una pregunta?
La mujer levantó la mirada y asintió con la cabeza.
– ¿Para qué frota una barra de hierro contra una piedra?
La mujer, cansada y sudorosa por el esfuerzo, quiso saciar la curiosidad de los chavales. Respiró hondo y con una dulce sonrisa contestó:
– ¡Muy sencillo! Quiero pulirla hasta convertirla en una aguja de coser.
Los niños se quedaron unos momentos en silencio y acto seguido estallaron en carcajadas. Con muy poco respeto, empezaron a decirle:
– ¿Está loca? ¡Pero si la barra es gigantesca!
– ¿Reducir una barra de hierro macizo al tamaño de una aguja de coser? ¡Qué idea tan disparatada!
– ¡Eso es imposible, señora! ¡Por mucho que frote no lo va a conseguir!
A la anciana le molestó que los muchachos se burlaran de ella y su cara se llenó de tristeza.
– Reíros todo lo que queráis, pero os aseguro que algún día esta barra será una finísima aguja de coser. Y ahora iros al colegio, que es donde podréis aprender lo que es la constancia.
Lo dijo con tanto convencimiento que se quedaron sin palabras y bastante avergonzados. Con las mejillas coloradas como tomates, se alejaron sin decir ni pío.
Al llegar a la escuela se sentaron en sus pupitres y contaron la historia a su maestro y al resto de sus compañeros. El sabio profesor escuchó con mucha atención y levantando la voz, dijo a todos los alumnos:
– Vuestros amigos son muy afortunados por haber conocido a esa anciana; aunque no lo creáis, les ha enseñado algo muy importante.
El aula se llenó de murmullos porque nadie sabía a qué se refería. Finalmente, uno de los tres protagonistas levantó la mano y preguntó:
– ¿Y qué es eso que nos ha enseñado, señor profesor?
– Está muy claro: la importancia de ser constante en la vida, de trabajar por aquello que uno desea. Os garantizo que esa mujer, gracias a su tenacidad, conseguirá convertir la barra de hierro en una pequeña aguja para coser ¡Nada es imposible si uno se plantea un objetivo y se esfuerza por conseguirlo!
Los niños se quedaron pensando en estas palabras y preguntándose si el maestro estaría en lo cierto o simplemente se trataba de una absurda fantasía.
Por suerte, la respuesta no tardó en llegar; pocas semanas más tarde, de camino al cole, los tres chicos se encontraron de nuevo a la anciana en la oscura callejuela. Esta vez estaba cómodamente sentada en el escalón del viejo portal, muy sonriente, moviendo algo diminuto entre sus manos.
Corrieron para acercarse a ella y ¿sabéis qué hacía? ¡Dando forma al agujerito de la aguja por donde pasa el hilo!

Moraleja: 
En la vida hay que ser perseverantes. Si quieres conseguir algo, tómatelo en serio y no te vengas abajo por muy difícil que parezca. Todo esfuerzo, al final, tiene su recompensa.